Aguanto el calor insoportable de la estación Plaça Catalunya con la chaqueta puesta, por la pereza de deshacerme de ella y la creencia (posiblemente infundada) que es nueva y se me ve bien, mientras suena por mis auriculares los estudios de piano de Chopin (recientemente he empezado a volver a escuchar música clásica). Es tarde, más tarde de lo que cualquier jornada laboral debería de ser.
Para escapar del infierno subterráneo y disfrutar de una noche fresca, tomo el siguiente tren con destino L'Hospitalet a sabiendas que me espera un trasbordo, precio a pagar por el aire fresco que antes me acariciaba bajando de Mundet y que fue el que me convenció de ponerme la dichosa chaqueta verde.
Si hay pocas ventajas de ir tan noche en tren, la mejor de ellas es que siempre encuentras sitio, los vagones van medio vacíos, con asientos repartidos entre borrachos y gente sin rumbo; con aquellos que ya han disfrutado sana o insanamente de la ciudad. Como electrones en una nube de valencia, los humanos siempre buscamos ocupar el mayor espacio posible, y si hay asientos vacíos que no sean del grupo de 4 de los que se ven cara a cara, ocuparlos es casi una obligación social no escrita.
Así tomo mi lugar en los asientos plegables, que dan de cara al grupo de cuatro que he hablado antes. En ese asiento, una ocupante y un carrito con un niño que parece dormir plácidamente y un tatuaje falso semiborrado en su pierna izquierda (pitufos? bob esponja?).
Quien llama la atención es la madre, cara redonda pero bonita, y unos labios perfectamente pintados de un rojo tirando a rosa brillante; pelo rubio, recogido de una manera poco cuidadosa y vestida con innegable sencillez, una camiseta sin mangas escote en U de color gris y pantalones de deporte negros que le permiten estar cómoda con su abultado vientre, ah sí, olvide decirlo, una chica embarazada.
Yo, como si estuviera ante un espectáculo no dejaba de comer mis palomitas que constituían mi cena, mientras pensaba en aquella chica que no podía tener más de 23 años que llevaba 2 vidas a cuestas por el tren, una de ellas alimentándose de su cuerpo. Piel blanca y un aire de inocencia con que miraba a numerosos sitios.
Innegable, me estaba mirando, fijamente, sin cabida de error alguno. Primer pensamiento, son mis palomitas, me ve comer, ha olido el aroma que desprenden calientes y he provocado un antojo de embarazada.
Pero vuelvo a poner atención, algo no va bien, movimientos muy rápidos, nerviosos, no parece dejar la mirada fija, me vuelve a mirar fijamente pero parece que no puede evitarlo. Mira acto seguido la otra ventana, mira su vientre, se toca como para mostrarme "Llevo una vida a cuestas estoy embarazada que guay!", pero no sonríe, su mente parece confusa y se mueve inesperadamente en el asiento.
Miles de ideas cruzan por mi mente, muchas de ellas el fastidioso ejercicio del diagnóstico diferencial, desde lo más sencillo hasta cosas rebuscadísimas dignas de un episodio de House. ¿Tiene un antojo incontrolable por mi cena? ¿tortícolis, ganas de ir al lavabo (durante el embarazo hay una presión aumentada sobre la vejiga lo que se traduce en poliaquiuria), trabajo de parto prematuro, síndrome de la Tourette, alguna psicosis no diagnosticada?
Me vuelve a mirar sin miedo a ocultar que lo hace y yo en un acto reflejo le ofrezco de mis palomitas. Esta vez si que hay sonrisa, de alguien que entiende un gesto pero no las palabras ni la intención, y de todas maneras se niega.
Pero ahora tengo una sensación más, es una inmigrante, de eso no cabe duda.. pero ¿de dónde? parece de europa del este o incluso de alguna república soviética. Unos segundos después me da más información
- "pardonna.. ¿el leo spitalaat?"
- Lo siento, ?dime?
- Ospitalát
-¿L'hospitalet? Es la siguiente
- ¿seguiente?
- La próxima
- A prroxima, ben, gracias
Acento extranjero sin duda, y la conversación acaba allí.
A partir de ahí un pacto tácito, me he dado cuenta que fijará la mirada en un montón de puntos y en alguno de ellos estaré yo, guardo mis palomitas, ambos sabemos que ahora es mi obligación ayudarle a bajar del tren con su hijo en el cochecito.
El tren disminuye su velocidad y el altavoz suena su cantaleta habitual "aquest tren finalitza el seu recorregut en aquesta estació"... me hace una seña, entiendo perfectamente como si me lo dijera en el idioma de Cervantes: "podría hacerme el favor de coger el cochecito por la asidera de la parte anterior para poder bajarlo del vagón, con cuidado para no despertar a mi niño, lo haría pero como ve señor, estoy en estado"
Gesto entendido y bajo, y me quedo con ganas de saber más, de decirle, "Soy médico, mi curiosidad es científica, ¿te encuentras bien?, ¿sabes a donde vas?, ¿alguien te espera?". Reparo en 2 cicatrices que tiene en el cuello, notorias en su blanca piel, de unos 2 cm y medio de diámetro, forma circular pero bordes irregulares, preguntas afloran en mi mente : ¿maltratro?, ¿huellas de guerra, de su escape de su país natal?. Intento hacer lo que la sociedad siempre hace, callar las dudas y mirar a otro lado, se ve bien alimentada, y me sigue chocando el contraste de lo cuidado con que se pinta los labios, con lo sencillo de todo el conjunto.
Camino rápidamente para no incomodarla y no piense que intento nada, camino sin haberle dicho una palabra, pero de reojo voy mirando como sale de la estación. Al final veo que va sonriendo sin pausa, espero haya visto una cara conocida, espero sepa que va a hacer esa noche y que todo estará bien.
Horas antes, mientras hacía mis experimentos escuchaba un análisis de la discusión entre los filósofos ilustrados Jean-Jacques Rosseau (nombre con muchas vocales no pronunciadas) y David Humme; y en la continuación de los temas que desarrollaban hablaban de los límites del conocimiento, de los límites mismos de la razón.
Decían que había varias fronteras, en las más altas estaban hechos y conocimientos únicos que escapan a la lógica (un ejemplo simplista son las paradojas, otro más sofisticado matemáticamente son los tipos de enunciados vislumbrados por Gödel), en una barrera un poco más cercana están los conocimientos que quizás existen por ahí, pero que nuestra mente no tiene la capacidad de verdaderamente "entender" todo lo que está sucediendo (como quizás es la situación en una gran parte de procesos biológicos y sociológicos).
Pero finalmente había otro límite de la razón mucho más cercano y para mí mucho más molesto de darse cuenta que existe, el límite del mero azar, o la estocasticidad de los eventos; a todo efecto, jamás sabremos cosas como : ¿cuántos granos de sal puse en la comida de hoy? ¿había 3 personas en el metro esta mañana que tuvieran el mismo apellido?, conocimientos tan accesibles pero tan imprácticos y tan poco redituables, y sin embargo son las mismas barreras que nos impiden saber como se originó la vida en la tierra: quizás no tengamos suerte y las evidencias necesarias para saberlo simplemente desaparecieron.
Y es ese tipo de sentimiento el que me da el no saber más de la historia de esa mujer del tren, el no saber de dónde viene ni a donde va y quien se preocupa por ella; el no saber si tenía sueños de algo, o si posee un talento innato para la música que nadie nunca descubrió; si tiene algún trastorno mental, si en el fondo quería ser lesbiana... si es feliz, ...
Para ponerme un poco a tono con el universo, he creado una pieza más que escapa al límite del conocimiento de ella... ella se bajó del tren, y no sabe que el extraño que ayudó a bajar el coche de su hijo la ha dibujado primitivamente.